Juan Carlos I, la permanencia de la mística real. Columna del Doctor Patricio Zamora Navia.


El Rey y el Príncipe de Asturias en El Escorial

El Rey y el Príncipe de Asturias en El Escorial

El rey ha muerto, viva el rey” fue un grito laudatorio pronunciado en Francia desde 1422 en la sucesión de Carlos VI y que desde ese momento se convirtió en parte del ceremonial consagratorio que permitía la existencia de un nuevo rey. La frase misma, encierra el misterio propio de la realeza que no encuentra en los tiempos actuales, menos en las culturas republicanas, un sentido o una explicación. El misterio es el principio de legitimidad ancestral y de permanencia del mando en el tiempo. El convencimiento social que ni la muerte acaba con las vigas maestras que sostienen el orden; convencimiento racional e irracional, político y teológico, doctrinario y folklórico.

Si nos encuadramos en esta perspectiva, la reciente abdicación del Rey Juan Carlos I de Borbón pierde dramatismo. Sobre todo porque el soberano ratifica el genuino carácter de las monarquías europeas: la capacidad de adaptarse a los nuevos tiempos sin perder de vista el orden. Por ello tal vez, al renunciar al trono declaró: “Una nueva generación reclama con justa causa el papel protagonista. Mi hijo encarna la estabilidad y tiene la madurez y la preparación necesarias”.

La dimensión de un rey es de larga y corta duración. La larga duración naturalmente está dada por la tradición que hereda; en el caso del rey Juan Carlos esto se asocia con la casa francesa bourbon-anjou, entronizada en España desde el 1700 por medio de Felipe, duque de Anjou, nieto de Luis XIV y protagonista de tres restauraciones en la historia española. La última, encarnada en la figura del rey Juan Carlos I, en 1975. Tiempo desde donde podríamos decir comienza la corta duración en la historia de este rey.

Hace ya casi cuarenta años, un 22 de noviembre de 1975, Juan Carlos de Borbón se presentaba a la nación española, en el primer mensaje de la Corona, como Rey de España. Argumentando que dicho título se lo había conferido la tradición histórica, las Leyes Fundamentales del Reino y el mandato legítimo de los españoles. Más allá de esta declaratoria, en realidad su poder reposaba sólo en las Leyes Fundamentales de Franco; la tradición histórica se había interrumpido con la abdicación de Alfonso XIII, y el mandato de los españoles estaba interrumpido desde 1936. Así, el mando real era en 1975 una suerte de continuidad de la jefatura de Estado ocupada por Franco hasta que cayó gravemente enfermo.

De este modo, no es raro entender por qué la comunidad internacional de ese entonces vio en el rey Juan Carlos a una suerte de “títere” del franquismo. Sin embargo, el rey comenzó lentamente, con gran prudencia, a revertir el libreto que El juego político del rey encontraba sus bases en las Leyes Fundamentales, pero abría lentamente el ámbito político a nuevos participantes con el propósito de ampliar las estructuras heredadas de la dictadura, sin traicionarla, reformando aquellas leyes hasta el límite de lo posible. El proceso no estuvo libre de tensiones sociales y políticas, como no recordar el proyecto Arias-Fraga de reformar las Leyes Fundamentales, todo esto en medio de una gran movilización popular y obrera sin precedentes. En este escenario, apareció el “rey prudente”, haciendo uso de sus poderes, afirmó ante el Congreso de Estados Unidos: “La Monarquía hará que, bajo los principios de la democracia, se mantengan en España la paz social y la estabilidad política, a la vez que se asegure el acceso ordenado al poder de las distintas alternativas de Gobierno, según los deseos del pueblo libremente expresados”. Juan Carlos I había reinventado el rol de la corona, fundiéndola con las nacientes articulaciones políticas que definirían la identidad de la España en el futuro. España tenía en el rey a un árbitro, un defensor del sistema constitucional y un promotor de la justicia.

Pese a todo, si observamos los marcos jurídicos y los entramados políticos de la época, tenemos que el rey Juan Carlos era más un poder simbólico que político. Lo notable es que ese poder simbólico le bastó para cautelar el orden y la paz de una España convulsa. No olvidemos que durante su reinado se aprobó la Constitución española, que define las funciones del rey, suprimiendo expresamente toda participación política de la Corona.

A pesar de la débil investidura política, la mística monárquica y el nivel simbólico del poder regio, al parecer, fue suficiente para ahogar el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981. En ese entonces cuando se realizaba la segunda votación de la investidura del candidato a la Presidencia del Gobierno Leopoldo Calvo-Sotelo, se produjo la toma del Congreso de los Diputados por parte de fuerzas de la Guardia Civil al mando del teniente coronel Antonio Tejero. Al mismo tiempo, en la Capitanía General de la III Región Militar (Valencia) el teniente general Jaime Milans del Bosch ocupó las calles de la ciudad con tanques. Frente a esto, la intervención televisiva de Juan Carlos I desautorizando el golpe acabó con la insurrección, que pensaba contar con el apoyo de la Corona, y contribuyó a aumentar su carisma entre sectores políticos que hasta entonces no eran muy afines a la forma de gobierno monárquica. Después de este conflicto la monarquía quedó definitivamente consolidada y formó parte del programa de reconstrucción política de España.

De esta manera obró lo que podríamos definir como la “mística monárquica”, esto es un poder inmanente al rey que reside más en el espacio del símbolo y de las creencias que en el del derecho. El rey nunca perdió su carácter sacro-santo, pese al paso del tiempo siguió habitando en la tierra de los reyes taumaturgos.

Sumemos a lo dicho que el rey integró las distintas comunidades autónomas que componen el Estado español, viajando y estableciendo acuerdos en una política de pluralidad cultural y lingüística.

Toda esta labor desplegada por Juan Carlos que permitió la transición de España a la democracia fue siempre acompañada por un alto nivel de popularidad tanto en la península como en Hispanoamérica. De alguna manera, el rey encarnaba la imagen del orden y la estabilidad frente a regímenes autoritarios o la corrupción de muchos estados.

No obstante, desde 2012 su popularidad que siempre estuvo incluso por encima de los Ayuntamientos, el Parlamento, el Gobierno, los partidos políticos y los representantes políticos, decayó bruscamente (de un 74% a un 52%). El motivo aparente fue la desgraciada cacería en Botsuana durante los peores momentos de la crisis económica española. Episodio donde además de posar con un elefante muerto de fondo (en unos tiempos donde la conciencia y el respeto por los derechos animales es casi una religión para muchos), se gastó una gran suma de dinero y sufrió una lesión en su cadera. Pese a lo desafortunado de este episodio, el problema es que éste venía a sumarse a un caso de corrupción ocurrido un año antes en relación con las operaciones fiduciarias de su yerno Iñaki Urdangarín, en lo que fue definido como el caso Nóos.

Grosso modo, se trató de una desviación de fondos públicos hacia el Instituto Nóos, una fundación teóricamente sin ánimo de lucro que él mismo presidía. A pesar que Urdangarín negó participación de la Infanta Cristina en estas operaciones, la imagen de la Casa Real quedó manchada, y la lentitud del proceso judicial terminó por dilatar el peso de esta mácula, aún más.

Todo este proceso culminó con rumores en La Moncloa, en el Palacio Real, en Aranjuez y hasta en el Palacio de la Zarzuela de una inminente abdicación del rey Juan Carlos. Hecho que se materializó el pasado 2 de junio, dejando el rey el trono en favor de su hijo, el príncipe Felipe de Borbón. El argumento, la necesidad de un cambio generacional, un relevo.

¿Un nuevo Yuste?  Como cuenta la crónica, a cuarenta leguas de Madrid, en las faldas de la sierra del Salvador, se encontraba el monasterio de Yuste. Allí esperó la muerte el emperador Carlos, V de Alemania y I de España, después de abdicar a favor de su hijo, Felipe II. Otro relevo.

Como vemos, no es la enfermedad, ni las coyunturas críticas o los problemas de imagen popular (elefante o yerno mediante) lo que sostiene el argumento de cambio en una monarquía. Es más bien lo que define propiamente su naturaleza de poder: el principio de legitimidad ancestral y de permanencia del mando en el tiempo. Así, es probable que en el tiempo, los guarismos que se empeñan en calcular los cientistas políticos respecto de las curvas de popularidad de la Casa Real, los comentarios sobre la vida privada de la familia real de los reportajes periodísticos y las manifestaciones antimonárquicas de grupos parciales que expresan su indignación general atacando una imagen de la tradición, sólo sean unas cuantas hojas otoñales en el bosque de la rama dorada que esconde los misterios reales.

Patricio Zamora

Patricio Zamora

Sobre el autor del artículo

Director de Licenciatira en Historia Universidad Andrés Bello.

Doctor y Magister en Historia por la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. Licenciado en Historia y Profesor de Historia y Geografía, en esa misma casa de estudios. Especialista en Historia Medieval y Moderna, ha ejercido la docencia desde hace más de diez años en diversas universidades. Sus publicaciones se refieren a la historia medieval y moderna. Colabora permanentemente en las revistas Intus Legere (UAI) y de Humanidades (UNAB); además cuento con artículos en las revistas LIMES (UMCE) y Bizantion Nea Hellás (U.de Chile). Es miembro consejero de la Sociedad Chilena de Estudios Medievales y de la agrupación de medievalistas española: medievalismo.org. Ha sido investigador invitado en el Instituto Universitario La Corte en Europa (IULCE), dependiente de la Universidad Autónoma de Madrid. Ha dictado numerosas ponencias en universidades chilenas, también ha presentado comunicaciones en congresos internacionales como los de las Universidades de Murcia y Valencia.

Acerca de Annyhen

Magíster en Historia, Licenciada en Educación, Profesora de Historia, Geografía y Ciencias Sociales por la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. Académica de Universidad de Las Américas. Ámbitos actuales de desempeño: Aseguramiento de la Calidad en Docencia Universitaria, diseño curricular, acompañamiento académico, análisis del proceso formativo, evaluación de logro de perfiles de egreso, entre otros.
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